Suplicio de verano


“Todo está muerto en vida.”- Egon Schiele

Volteé la mirada y ahí estaba su cuerpo delgado descansando sobre el cofre sucio y viejo de un automóvil de línea. Cargaba un pañuelo en la mano, al voltear a ver su rostro, encontré una nariz enrojecida y ojos llorosos.
Conforme me acercaba aumentaba la tentación de morderle los labios, quería regresarle todo el dolor y la angustia provocada el pasado verano cuando amenazó con irse del país.

Ocurrió en una cafetería americana, tomé asiento en la terraza del local. Con la mano derecha cargaba un envase de cartón con una bebida caliente.
Como siempre va retrasada. Diez. Veinte. Treinta minutos… la incertidumbre comienza a devorar mis tripas.

Para liberar estrés comienzo a rayar una libreta, trato de convencerme que no estaba a punto de tomar una decisión acelerada: <<Me merezco una explicación. Las cosas no pueden seguir así ¡Carajo! ¡Esta relación me está matando! Todo sería tan fácil si de una vez por todas me dijera qué siente. Pero no, se escabulle y me pide que tenga paciencia: no se siente preparada pare decir: “te quiero”. Es un mito que exista un tiempo determinado para el amor; yo no estaba listo para quererte y lo hago con el mayor convencimiento posible. >>

¿Qué tanto haces? Dudo que el trabajo no te permita darte una pausa de treinta minutos para verme. Te espero en el café. Le escribo en un mensaje de texto.

Pensaba para mis adentros, que no era necesario que me mintiera, lo más seguro es que dijera que no. Hacía este ejercicio para poder estar en paz. Bastaba con ver mi estado, llevaba dos semanas con el sueño agitado; la dicha y la pena se mezclaban debido a la ilusión amorosa.
No debía olvidarlo: lo hacía para poder sobrevivir el verano. La maldita incertidumbre de su partida me iba a afectar mucho más de lo que ya lo hacía en ese entonces.

Sin que mi diera cuenta terminé rayando mi libreta, ente el desorden de dibujos y tachones resaltaba una frase de Charles Bukowski: “Y si tienes capacidad de amar ámate a ti mismo primero pero siempre se consciente de la posibilidad de la total derrota ya sea por buenas o malas razones”.
Al leerla involuntariamente comencé a reírme, es cómo si tratara de animarme para brincar desde el precipicio.

—Perdón por la tardanza— dijo mientras tomaba asiento. Su presencia no hizo más que alterar mi sistema nervioso.

Me imagino que le contesté que era lo de menos, no es que la hubiera estado presionando para que terminara con la masacre.

—Las cosas entre nosotros no es que vayan mal. Simplemente no se encaminan hacia la misma dirección; te estás quedando atrás y eso me ahoga, me perturba.
Yo sé que me pediste que no te presionara pero, como decía mi segunda carta, necesito saber cómo te sientes. Llevas dos semanas alejándote de mí. Francamente no podemos seguir así, nos estamos matando—le dije a rajatabla.

Ella tomó aire y pude ver cómo cada fracción de su cuerpo se preparaba para recitar un discurso diluido pero bien preparado sobre nuestra ruptura.
Su piel morena perdió tonalidad, relajó sus delgados hombros, el lunar del lado derecho me coqueteó por última vez cuando dijo que no se sentía preparada para iniciar una nueva relación. Sino mal recuerdo me dijo que su vida se sostenía como una torre de naipes.

—Dentro de dos meses no sé en qué país voy a vivir— repuso viendo algún objeto que se encontrara cerca de mi cara. —Puedo perder mi trabajo… hace poco salí de una relación y no pienso entrelazar lo que sentía por él y lo que podría llegar a sentir por ti—

—Todo eso ya lo habíamos hablado. No necesito de una respuesta inmediata ni que me  hables de amor; simplemente necesito saber si estamos encaminados a lo mismo—aclaré sabiendo que no escucharía nada grato de ese momento en adelante.

—Tú quieres ser mi pareja. Eso lo dejaste en claro desde la primera vez que salimos. Pero es algo que en este momento no te puedo dar—contestó con ritmo pausado.  —Sé que tampoco es justo mantener una relación de esta forma: una en la que tú te entregas del todo mientras yo me reservo. Tú estás dando un setenta u ochenta por ciento mientas yo sólo un veinte—.

Opté por no escucharla. No era la primera vez que me enfrentaba al rechazo amoroso ¿Cuánto habrá transcurrido de la última vez? Tres o cuatros años, sí.

Siendo sinceros, esperaba algo mejor proviniendo de ella… posteriormente me sorprendí, no sabía que el amor podía medirse en cifras. Debe de ser porque las mujeres sólo se enamoran cuando les conviene. Si un hombre no les hace caso, se desenamoran y buscan a otro. Y se quedan como si nada.

Con recelo volteo a ver a la mesa de atrás. Generalmente se pierden los estribos durante las rupturas amorosas. Los vecinos de banca seguían hablando de las noticias, de la transición en el gobierno y la ruptura social,  al otro lado, la mujer de la que estaba enamorado seguía disculpándose por no quererme de forma recíproca.

—Entiendo todo lo que dices, no necesito que me des explicaciones. Simplemente quiero saber qué vamos a hacer de ahora en adelante— la interrumpí antes de que volviera al tema de sus ex amores. Típicas relaciones codependientes en la que uno, como agente externo, trata de borrar el aura de un otro de forma fallida.

—Al parecer tú no vas a dar marcha atrás a tu búsqueda—

—Así es— repuse. Yo no puedo verte ni quererte de otra forma: si voy a estar contigo es para amarte. No puedo ser tu amigo porque no pienso reducir mi amor ni controlar mis impulsos… no puedo, ni me interesa hacerlo.

Dirás que soy egoísta, pero no es así. Simplemente sé lo que quiero. Puede ser que tengamos los días contados ¿Quieres pasarlos a mí lado? ¿Sí o no? —.

La respuesta fue la más obvia.

***

La mañana en la que ocurrió el reencuentro era como todas las demás, poco prometedora en el buen sentido de la palabra. No había mucho sol ni tampoco mucho ruido, las ramas de los árboles en el parque se mantenían estáticas sino fuese por una ligera brisa que columpiaba las últimas hojas secas que no habían arrastrado por el vaivén del otoño.

No me molestaría que el sol calentará un poco más, sería un buen detalle ahora que me encuentro libre de las ataduras del desencanto.Desde hace algún tiempo he aclarado la incertidumbre de su partida ¡Ah, el tiempo! Quisquilloso artilugio humano que va marcando las tempestades de forma sistemática… pero no, no volveré a pensar en ello. Suficiente tuve con ese largo verano en el cual la esperanza me mantuvo lejos de la carretera del desasosiego.

Me falta calor desde la primavera, los golpes de la vida han abollado el regulador de mi termostato; pero no me tengo lástima porque no soy como esos románticos que piensan en morirse al segundo siguiente en que su amada los deja por otro mal partido. Yo soy uno de esos piadosos hombres que terminan confundiendo la realidad con los recuerdos, por lo que la realidad se desfigura con cada una de nuestras promesas fallidas.
El malestar de esos ayeres es la peor mengua que un hombre puede llevar a cuestas, el más humillante sufrimiento que un alma al desamparo puede soportar, es el sentir que ya no se sufre a pesar de los esfuerzos por seguir amando a alguien mas.
Porque una vez superado el rencor, uno entra al negro océano de la soledad en el que sólo se vive a costa del recuerdo y de la rabiosa lucha de no dejar cerrar la herida aunque ésta ya se haya formado en nuestra piel.

Parecería que no, pero el amor es lo peor que hay en este mundo: es una enfermedad oculta en una forma hermosa, un juego irresistible en forma de besos y caricias. Los ilusos -como yo- lo tomamos sin deparo, como si tratara de un rosa, corremos con ella sin preocuparnos por las espinas. Sin darnos cuenta nos pinchamos y hacemos sangrar a los demás.

Pero como ya me había dicho, esa acción masoquista ya no me persigue; hoy es un día sin agitaciones, sin rumbo ni sentido como todos desde que, en común acuerdo, decidiste que lo mejor para los dos era dejar atrás el amor que sentía por ti.

***

Mientras escuchaba cada palabra que no quería escuchar, mis nervios dieron por concluida la plática en la cafetería antes de que termináramos de discutir.
Inconscientemente tiré sobre la mesa mi bebida, esto nos obligó a abandonar nuestros asientos. Como si fuera una señal de la providencia, sugerí que la acompañaría de nuevo a la oficina. Ella, aliviada, decidió que era lo mejor por hacer.

Unos cuantos pasos separaban nuestro caminar; estaba seguro que esa sería la última vez que vería el sutil rebote de sus caderas al andar. Una parte de mí se sentía feliz al respecto: por fin, después de dos largas semanas de tempestad, aquel martirio se acabaría enfrente de las puertas de vidrio del edificio de su oficina.
La otra parte de mí me exigía que no la dejara ir… que este lapso -como todos- es momentáneo y que podríamos amarnos en poco tiempo. No hay amor que no se fortalezca mediante la resistencia ¡No la dejes ir! Nunca podrás ver con ojos de amor a otra mujer. Es ella, a la que te condenaron antes de que te expulsaran del paraíso, me susurraba el miedo en el oído.

Sin darnos cuenta llegamos a su oficina. Nos despedimos con un beso insulso. Meses después me quemaría el cerebro tratando de recordar aquel instante, buscando un mínimo rastro de amor, una señal, una semilla de ilusión plantada en mi mejilla.
Nos alejamos rápidamente uno del otro. No esperé a que tomara el ascensor, sabía que iba a salir corriendo tras ella, perdiendo todo rastro de dignidad y auto respeto.

Me ahorré la malpasada digiriéndome al metro, cueva placentera para los mal encarados que pueden cargar su malestar sin que nadie tenga la osadía de preguntarles el porqué de las caras largas.
Durante el trayecto con dirección a casa no pude pensar en otra cosa, estuve reconstruyendo palabra por palabra la plática que acabábamos de tener.
Todo tenía sentido en mi cabeza hasta que recordé una frase que dijo mientras mi mente se ocupaba en mantener la compostura: “Todo este tiempo mi corazón ha estado confundido».

Pasaron dos o tres estaciones en las que me quedé impávido; de a poco la rabia comenzó a apoderarse de mi cuerpo.
<<Todo ha sido un engaño… pasé los últimos meses desperdiciando mi amor con una mujer que ni siquiera tuvo el mínimo interés de quererme. Me entregue en cuerpo y alma a una mujer para ser usado como clavo de otro clavo.>>

A mi alrededor la oscuridad de las vías del tren comenzaron a hundirme en mi propio abismo emocional. El viento contaminado penetraba mis fosas nasales, su olor pestilente me anunciaba que acaban de caducar mis esperanzas amorosas.
En cuanto el vagón llegó a la estación  salí corriendo del metro, atravesé la calle y, sin pensarlo, me encontraba en la misma ruta que acababa de tomar 10 minutos antes.

Una vez superada la ceguera temporal que produce el golpe de sol tras salir de la oscuridad tomé el celular y pensé en marcarle; deduje que no atendería la llamada, así que insistí en el mensaje escrito: “Tengo una duda más. Si no me la respondes me voy a volver loco”.
Seguí caminando a paso firme, mi mente no paraba de hacerse la misma pregunta.

Sobrepasado por el huracán de emociones, la paranoia pedía a gritos que alguien me detuviera: sentía que las copas de los árboles me cerraban el paso y que todas las aves en el cielo se perfilaban en posición kamikaze para detener mi cometido.
Corrió a toda velocidad el asfalto, único amigo ante un inminente ataque de la naturaleza, sin preocuparme por la luz de los semáforos.

Metros más adelante vi una cadera, más bien el vaivén de una cintura sobre unos pantalones de mezclilla; aceleré el paso, a la par mi celular dentro de mi bolsillo.
Mis pisadas resonaban como una batucada. Los demás transeúntes me daban el paso so pena de ser arrollados por el sentir exaltado y muribundo de mi corazón joven, un corazón tan joven e idiota que toavía no se preocupa por su propio bienestar.

“No pienso hablar contigo ahora” decía el mensaje oculto.

El olor de su perfume que se esparcía en el viento de la ciudad le rompía las piernas., gradualmente su ritmo se fue desacelerando hasta que, con su último aliento, hizo vibrar el cuello de su aún amada y le susurró al oído:

—Mientras estuvimos juntos sabías con quién querías estar ¿Conmigo o con él?—

Sorprendida por mi aparición, se quedó pensando unos instantes, me dijo que yo ya conocía la respuesta de esa pregunta; se encontraba en una epístola:
“No estamos listos, mi corazón y yo, espero que lo entiendas.”

—Una cosa es estar confundida por no saber con quién estar, y otra totalmente diferente, es no saber a quién amas… —

Inmediatamente comenzamos a discutir lo mismo que en la cafetería, sólo que de forma más acalorada. Ella trataba de contenerme, gambeteó dos veces con irse pero no  le permití la huida.
Media hora más se fue entre dimes y diretes, entre anticuadas concepciones del amor, de traición y tortura, entre repetición y bilis, le grité mientras tomaba su mano:

—¡Carajo! ¡Carajo! Olvida todo lo demás, los pocos días que nos quedan juntos, sea uno o meses,  ¿no piensas que vale la pena pasarlos juntos?—

Ella con sus ojos profundos y los pies bien clavados en la tierra dijo que no.

***

La mañana del reencuentro me encontraba absorto en mis contradictorios pensamientos caminando por el parque. Había atravesado el puente subterráneo que está a unos pasos del lago. Minutos después pasé por la carreta donde vendían las flores que yo te regalaba casi cada vez que salíamos.
Unos pasos más adelante me pregunté si la vendedora me habría reconocido. Lo dudo: hace mucho tiempo que no paso por estos rumbos. Ella, muy amablemente me preguntaba cómo iba el romance, a lo contestaba que bien, que todo era cosa de tiempo… no tenía duda alguna de que me quisieras, sólo estabas mareada por tanta incertidumbre a tu alrededor.

Antes de lo esperado me encontraba sobre la calle principal; la ruta del parque es un poco más larga pero el recorrido me agrada, el crujido de las hojas secas sobre mis zapatos me tranquiliza, pero la emoción, fiel a su costumbre, se ocultaba al final del camino.
Volteé la mirada y ahí estaba su cuerpo delgado descansando sobre el cofre sucio y viejo de un automóvil de línea. Cargaba un pañuelo en la mano y, al voltear a ver su rostro, encontré una nariz enrojecida y los ojos llorosos.
Conforme me acercaba aumentaba la tentación de morderle los labios, quería regresarle todo el dolor y la angustia provocada el pasado verano cuando amenazó que se iría del país.
Sentía un impulso incontenible de volver el estomago -o quizá era el corazón- cuando por fin la tuve enfrente, sin saludarla si siquiera le dije:

—Estás enferma—

—No. Soy alérgica— contestó mientras yo caía en la cuenta que su rostro ya no me gustaba en lo absoluto: sus ojos ligeramente rasgados dejaron de mostraban lo mejor que había en mí, se volvieron ordinarios y de un marrón tan oscuro como los de las demás.

— ¿Alérgica a qué?— repuse con la mirada perdida en su cabello. Había cambiado el corte,  pensé que sus puntas se parecían a nuestro amor, eran desiguales.

Las siguientes cuatro palabras las mencionó con toda maldad, conocimiento y suspicacia posible. Me recordó de la forma más sutil el porqué de su rechazo, y me destrocé por dentro. Instintivamente planeé una respuesta. Mi cerebro la formuló con una rapidez exquisita pero, al quererla expresarla, el pensamiento se nubló:

—N–o– n–o– no todos pueden— decía mi boca sin emitir sonido alguno. Una causa misteriosa me impidió contestarle al instante. No quería volver a discutir el tema; lo hicimos dos veces, estaba alterado y, según ella, en es momento yo pensaba con el estómago, decía cosas crueles y alejadas de la realidad.
Ella concluyó que lo mejor era posponer la discusión; tras mi negativa accedió a que la tuviéramos de una forma indirecta: por teléfono o que le escribiera con el corazón roto una carta con todos los reclamos que le tuviera guardado en esos tres o cuatros meses que estuvimos juntos.

Terminé tragándome mis palabras. La enfrenté con la mirada y seguí caminando por inercia.
Mi rostro empalideció con el recuerdo de nuestra correspondencia; hace tiempo ella me pidió que le escribiera una carta, una muy distinta a la primera que decía, para empezar, su nombre tres veces y le preguntaba si las palabras que más amamos son aquellas que uno dice siempre, por ejemplo su nombre que escribí lleno de afecto.
Exploté en cuanto recordé la línea que decía que era feliz porque compartíamos la esperanza de un mejor porvenir.

Hasta ese momento entendí que, en realidad no teníamos un camino a seguir, hay amores con fecha de caducidad, y el nuestro ya había expirado; no había necesidad de pelear siquiera. Tres o cuatro pasos más adelante cambié de parecer… todo amor, si se le considera honesto, es combativo.

—Aclaremos esto de una vez — le grité dándole la espalda — ¡Qué carajo estás haciendo aquí! Deberías estar a diez mil kilómetros de distancia, lejos, muy lejos, más allá de donde yo te habría podido alcanzar. —

Mi suplicio de verano terminó por perturbar a mi amada a tal grado que, irremediablemente, terminó por aceptar su condición, me dijo:

—Soy alérgica a ti. —

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Un comentario el “Suplicio de verano

  1. Javier Penella dice:

    Buenísimo, la alergia declarada incurable!

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