Los últimos días de Don Fermín


“Le dijo que el amor era un sentimiento contranatura, que condenaba a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa”.-Gabriel García Márquez

El atrio expira un deje amargo de desolación. Los árboles que rodean a la amarillenta iglesia barroca están muertos. Ni siquiera las hojas quisieron quedarse a cuidar este lugar; se fueron con el primer viento que cruzó sobre ellas, no les importó estrellarse contra la baldosa. Tan sólo querían apartarse de la tristeza de Don Fermín que en la mano sujetaba su armónica y en la cartera una foto de su difunta esposa Amelia.

A las hojas no hay de que culparlas, este desangelado lugar inspira soledad: -desde las pesadas puertas de la Iglesia hasta los arcos que delimitan al parque no se puede encontrar rastro alguno de felicidad- ¡Tanto tiempo ha pasado ya sin que alguien visite el Templo de San Sabines! Sólo los insectos han sabido apreciar la arquitectura mixta de esta lugar.
En sus torres habita una familia de arañas, al principio sólo eran dos y tenían la obstinada misión de hacer un ventanal con su transparente hilo. Estuvieron trabajando por semanas pero su trabajo se deshilachó en alguna madrugada de luna llena.
Decidieron tener hijos para terminar con la ventana que les dará un descanso tan satisfactorio como el que recibimos los hombres al descansar con sábanas de seda; eventualmente por ahí cruzaría alguna mosca que, en su afán de librarse de la redecilla de mil hilos, terminará más enredada de lo que originalmente se encontraba y les serviría de cena.
Toda la pintura de la fachada ya estaba difuminada por los estragos que ocasiona el pasar del tiempo. El viejo Fermín le conoció un amarillo tan lucidor. Lleno de ilusiones, ahora pareciera un polluelo enfermo recién nacido.

Dentro de la iglesia, los largos cirios deben seguir igual que en el velorio de Amelia: feos, desgastados y con esferas de cera que resbalaron mientras que el cura le daba los santos óleos a una de los contadísimos creyentes de este lugar.
Porque nadie venía a misa en San Sabines, a menos que alguien haya cometido un crimen tan frívolo como para que su consciencia no pueda soportar más el peso de su propia mundanidad.
Así es, de toda la población viviente, el único ser con las puertas abiertas del cielo era Fermín. Ese anciano despertaba al alba para escuchar la primera misa en compañía de su amada, posteriormente tomaba asiento en la banca color verde y respaldo garigoleado.
Ahí tocaba su armónica viendo a todos pasar: la señora que vendía hortalizas, a Pedro que tenía un puesto de periódicos, a los niños que ingresaban a la escuela… esa gente cumplía puntualmente su rol como ciudadano escuchando la melodía de Fermín. Sin embargo, la mayoría pasaba sin escuchar, en un mundo asfixiado por tanta frivolidad no hay cabida para una melodía dulce como el cantar de un petirrojo.

Los zapatos de charol aplastaban al asfalto, se movían con sincronía perfecta mientras los brazos con portafolios viajan de atrás hacía adelante. Al mismo tiempo, el ronroneo de los automóviles acompañaban a los dieciséis tonos que dan pie a la canción de Don Fermín…
Le gustaba escuchar el rugido del motor. En alguna ocasión -quizá por error- le aventaron una moneda pensando que a eso se dedicaba, a ser pordiosero, o como se hacen llamar: músicos callejeros.
A pesar de esto, Fermín seguía deleitando a oídos sordos… mientras los transeúntes pasaban alrededor sentía que los pasos eran la percusión, y el motor un intento poco agraciado de un saxofón. Así conseguía una simbiosis de sonidos, lo que le hacía sentir parte de una orquesta. Cosa que alegraría a su corazón marchito, y es que el recuerdo de Amelia mantiene asiento reservado.
¡Pertenecer a un intento de grupo musical lo hubiese hecho tan feliz! Verse acompañado de gente que amará la música. Codearse con unos cuántos que tuvieran la capacidad de aislar el sonido del ventilador y la gran fábrica para detectar el paso del viento o la hierba crecer.
Sí sí, la compañía de esos amigos desaparecerían el fantasma de su amada.
¿Cómo será esta vida sin el pesar de un muerto en las espaldas? Pensó angustioso.

Un día como cualquier otro, el anciano salió de misa y caminó hacía su banca. Siempre la encontraba igual, pálida, triste y con la enredadera del respaldo a punto de vencerse.
Fermín comenzaba puntualmente a tocar la alegre canción que compuso en completa soledad un día en las altas montañas que rodean a la ciudad.
El armonicista viajaba una o dos veces al mes, dependiendo del clima -sin mencionar su salud- para purificar sus pulmones y así permitirle a sus melodías navegantes del viento transportarse con la máxima suavidad entre las nubes interminables que habitan en el cielo.
Siempre a las ocho de la mañana comenzaban a fluir esos tres Mis acompañados de un Do juguetón.
Cerraba los ojos para concentrar su atención en el frío metálico de la armónica en su boca.

Sabía que tocar la misma canción todo el tiempo le haría comprenderla a plenitud; por eso se entregó vorazmente a su única creación musical. La misión era el experimentar ese Do juguetón en cualquier estado de ánimo.
La música es tan caprichosa que puede penetrar al sistema nervioso sin ocasionar ningún cambio en primera instancia. Pero, si al azar el cuerpo se vuelve a tropezar con las mismas escalas, ese escucha ya no es el mismo. Sonará tan distinto para sus oídos que tomará un significado inexplorado; esa novedad lo hechizará a tal grado que pensará que es la primera vez que se expone a esa melodía.

*

Puntualmente comenzó a tocar su armónica. Mientras tanto, Amelia volvió a casa para descansar un momento más en la cama.
Dormía con tanta tranquilidad que a su cuerpo se le olvidó respirar. Los rayos de sol que penetraban la habitación iluminaban al ángel caído de una forma sublime.
A lo lejos se alcanzaban a oír las notas de Fermín que jugueteaban con el viento; Amelia se había impregnado de la efervescente fragancia de los jazmines que con tanto esmero ha cosechado en el jardín trasero de su hogar.

Una vez que el ambiente ya se encontraba embriagado música, fermín se dispuso a abandonar su asiento para recibir los santos alimentos.
En el transcurso pensó que la música es un don que hay que regalar, sea escuchada o no. Caminó tres cuadras para llegar a su destino. Al abrir la puerta reconoció un olor desconocido, delicado. No pudo determinar de que se trataba, mayoritariamente era jazmín pero había un sazón distinto dentro de su casa de dos aguas.
Cerró la puerta y anunció su llegada a media voz.

Fermín arrastraba los pies al caminar, desde pequeño tuvo la impresión de que el suelo era una superficie tan peligrosa que es mejor nunca desprenderse de ella totalmente. ¡Ah! ¡Y pensar que las notas musicales se codean con las aves migratorias!
“Si tan sólo el hombre pudiese volar…” Decía para sus adentros cuando ingresó a su habitación que era un espejo de luz blanca.
Tan luminoso era el cuarto que mantener los ojos abiertos era una verdadera agonía. Paso a pasito se acercó a su mujer y besó su frente de mármol.
Le dijo al oído los siguientes versos: -procuraba decirle a su esposa cuánto la quería. Por eso leía poesía, para envolver a su amada de palabras perfectamente acomodadas y así detener su reloj biológico, manteniéndola siempre joven y bella-

“Si existiera un Dios,
en definitiva, me gustaría
que fuera como tú,
aunque entonces … yo, ¿que haría?”

Después de la declamación, buscó su frágil mano. Cayó derrotado al sentirla carente de pulso. Saberse totalmente solo en este mundo ofuscaba su pensamiento; la carencia de Amelia lo hacía un ser completamente distinto ¿Empezaría a ver el mundo como todos los demás? Como esos que rutinarios insatisfechos que viven de prisa, como los desgraciados que en la calle pasan sin voltearse a ver.

Fermín volvió a ver el cuerpo el cadáver de su esposa y pensó que era una estatua que simbolizaba al mundo entero: eternidad,  belleza, fragilidad en una pieza de un metro sesenta de altura.
Se alejó un poco de su amada, sacó la armónica de su bolsillo y resonó un Do. Uno al que robaron la inocencia; sonaba como el llanto de un niño que se encuentra extraviado entre un mar de gentes.

*

Llegó el otoño dos días después acompañado de torrenciales lluvias.
Fermín estaba sentado en la fila más próxima al altar. Estaba a oscuras, tan sólo los cirios permitían ver las sombras de dos personas: el cura y la del nuevo viudo que destrozado se preguntaba cuánto tiempo iba a poder permanecer en este mundo sin Amelia.

Una vez terminaba la misa el religioso recibió una llamada de la capital donde le avisaban que sería trasladado a una pequeña capilla en medio de la Sierra; aseguraban que su participación en ese lugar era vital -incluso emergente- ya que unos rojillos liderados por Lucio Cabañas estaban haciendo ruido en la azotea presidencial; que el status quo estaba en riesgo y se le pedía que organizará un grupo misionero en pos de resistencia ante la oratoria marxista de esos levantados.
El miembro obligado a cumplir el celibato argumentó que le era imposible dejar a su pueblo sin la Hora Santa. A lo que le contestaron que penosamente era innecesaria debido a que la asistencia a la misma era casi nula.
Se la arreglarán a solas” Dijeron fríamente al otro lado del teléfono.
Si más, la Iglesia de Sabines jamás volvió a abrir sus puertas. Honrosamente los historiadores pueden contar que la última misa fue en honor a Amelia García, esposa del aromincista del pueblo.

Don Fermín después de persignarse fue a su banquita. Al parecer es el único elemento del cual se podía sujetarse en medio de la tempestad que provoca el olvido. Todos estos días su alma se ha esforzado en tragar el amargo sinsabor de la soledad, pero, en contra de su voluntad, la bebida se resistía a resbalar dentro de su organismo.
Sentía que el maldito brebaje jamás sería digerido por su ser, y por eso mismo comenzaba a arraigar raíces que lo alejaban de la muerte en este su pueblo que lo vio nacer.

“¡Qué sentido tiene seguir en este lugar si no hay nadie que me espere en casa después de  cumplir con mi labor! Nadie me acobijará, ni tendrá la fortaleza de suministrar alegría a mi débil corazón”. Pensaba mientras volví a casa.
Ya en el hogar la sensatez le dijo que podía tocar su armónica sin la necesidad de acalambrarse los músculos en una vieja banca con el viento pegándole en la espalda. No le hice caso a la cordura; la música era su único refugio y sentir en su cara arrugada la brisa congelada le recordaba el roce de los finos dedos de Amelia al despertar.

*

Unas notas intermitentes acompañaron a la soledad de Fermín en sus últimos instantes, entre un murmullo y otro se entregó a la muerte que le esperaba de brazos abiertos.
Las hortalizas de la muerte que se encontraban debajo de él se desprendieron con tanta delicadeza que no le fue necesario utilizar la hoz a la Dama de Negro para llevarse al músico al mundo desconocido. Quizás ahí podría encontrarse con oídos abiertos que se deleitarán con el sonido de la armónica.

Los dos se fueron volando, atravesaron las nubes cargadas y de la armónica se escapaba un MI-MI-MI-DO que sonaba por todo la ciudad.
Un MI-MI-MI-DO que iba de las montañas hasta el puente carretero. Todos los ciudadanos podían escuchar la música de Fermín; curiosamente la mayoría reconoció que era la monótona canción del viejito de la Iglesia, ese que sin falta tocaba la armónica hasta la hora del desayuno.
La música viajaba entre casas y edificios,  en el parque, y retumbó en todos los elevadores para asesinar el silencio molesto entre la Planta Baja y el piso deseado.
Conforme ganaban altura el sonido se hacía cada vez más distante, poco a poco la armonía era atesorada por las nubes banqueras hasta que fue imperceptible al ras del suelo.

Al día siguiente continuaron las actividades rutinarias. La ciudad se ponía en pie, peatones cruzaban por la iglesia. Sólo unos cuantos se preguntaron dónde estaba aquél anciano de la armónica.
Voltearon de reojo hacía el interior del templo pero les fue imposible ver, sus puertas estaban cerradas. En el instante en que sus miradas volvieron al frente comenzaron a notar ciertas particularidades del lugar ¿Será por la falta de música? Sabrá Dios.
Todos los árboles estaban pelados y  la pintura de los edificios estaba carcomida. Un silencio tan escalofriante se perpetúo en el lugar, era tan solemne el silencio que hacía que todo luciera desagradable: las delgadas ramas en el piso, las banquetas mal pintadas, los juegos distantes del parque…
“Este un lugar nefasto para vivir” Pensaban los habitantes mientras seguían caminando todos cabizbajos y tratando de recordar la bella armonía de Don Fermín.
Es cierto que la partitura de esa canción nunca fue escrita. Inclusive, algunos desesperados violaron la casa de la pareja fallecida, voltearon los cajones y husmearon detrás de la cocina, pero les fue inútil, no había rastro de alguna nota de sol escrito sobre un papel.
Resignados abandonaron la misión en el atardecer.

—¿Han encontrado algo?— Decían las voces distantes.
—Nada—. Contestaron los adolescentes asqueados del lugar que les rodeaba.
—Creo que mi inconsciente ha tratado de decirme algo desde hace mucho tiempo, pero siempre me ha dado miedo conectarme con ese genio maligno— Dijo uno de los asaltantes.
—¿Qué te decía?—Le contestaban en unísono.
—Trataba de decirme que, a lo mejor, era tiempo de partir de este lugar y buscar tierras más soleadas por el Sur—.

Fue todo lo que necesitó el pueblo para comenzar a hacer maletas. Algunos infantes lloraban por abandonar ese lugar ¡Pobres de los mayores, no entienden que hasta el monstruo más aterrador tiene su encanto!
Los niños albergaban esperanzas de encontrar al viejito tocando la armónica detrás de la iglesia… no fue así.
Se vieron obligados a seguir marchando como soldaditos de plomo, en una búsqueda incesante de los zapatos de Don Fermín. Tal vez podrían estar enterrados bajo la horajasca.